El siguiente es un documento
aprobado en una Asamblea de profesores y estudiantes de la Escuela de Letras de
la UCV, realizada el 21 de enero de este año, y en el cual se fija posición por el asesinato de Guido Méndez,
profesor de la UPEL y estudiante de Letras en nuestra Universidad.
Otra memoria del horror: El asesinato de Guido Méndez Arellano
Escuela de Letras UCV
Por alguna razón estaban
libres. Eran unos maleantes con varias y demostradas atrocidades en su
prontuario. Y sin embargo estaban libres. Estaban absurdamente libres y
buscando muerte fácil, víctimas no peligrosas. Así, máquinas de odio, llegaron
a Casalta y asesinaron con ferocidad bestial, acribillaron es
la palabra justa, a Guido Méndez Arellano y a su madre. ¿Para robarles
qué? Máquinas de odio, decíamos. El mal por el mal.
Los profesores de la Escuela de
Letras de la UCV han perdido a un estudiante ejemplar, la Universidad
Pedagógica Experimental Libertador a un gran profesor, los estudiantes a un
compañero siempre solidario, muchos más a un amigo, todos a un buen hombre y a
su madre. Con sangre y descomunal vileza se han truncado unas vidas que
hubiéramos querido duraderas. No es mucho pedir, para la vida, la duración
natural. La duración libre, sin la repentina, trágica, innecesaria, gratuita
interrupción.
Durante el paro nacional de
universidades del año pasado, Guido fue uno de los estudiantes más solidarios
con la situación de los profesores de la Escuela de Letras. Quienes fueron sus
compañeros de clase lo recuerdan como un caballero, siempre sonriente, siempre
dispuesto. Quienes fueron sus profesores lo mismo. En las clases preguntaba,
comentaba y, a ratos, como quien siente que acaso está quitándole tiempo a
otros estudiantes, esperaba hasta el final, hasta el rebullicio de pupitres
moviéndose y el ansia de café, para hacer algún comentario más, para aclarar
una duda, para pedir más referencias. Era un curioso y apasionado de esta
segunda carrera que había decidido estudiar.
Con las complicaciones del paro,
durante esas semanas difíciles de junio y julio, estudiantes y profesores
tuvimos mucha comunicación por correo. Siempre nos sorprendía el remate de los
correos de Guido. Junto a su nombre y sus datos de contacto, aparecía una frase
que a nosotros, que siempre hemos sido “pesimistas con esperanzas” –como dice
J. R. Ribeyro–, nos impactaba enormemente: “Se la persona más optimista que
conozcas.” Menos mal, pensábamos, que hay gente así, gente como Guido. Y, lo
que son las cosas, Guido, de golpe, no está ya más.
Condenamos la impunidad, el
hacerse la vista gorda de este gobierno ante el severo, el gravísimo problema
de violencia criminal que vive Venezuela. Las estadísticas son aterradoras:
casi 20.000 asesinatos en el 2011, casi 22.000 asesinatos en el 2012, casi
25.000 asesinatos en el 2013 y, si esta escalada sigue el mismo curso
sangriento, cada uno puede hacer sus propios cálculos para el 2014. Guido y su
madre, en estos horrendos diagramas que configuran nuestro mapa social, son
sólo un horrendo caso más.
Sangre y nada. Más sangre y más
nada. Cuando miles de venezolanos sufren la violencia del hampa día a día.
Cuando todos tenemos más de un amigo, un familiar, un compañero de trabajo o de
estudios al que le han pasado cosas terribles, y cosas más terribles que las
terribles. Nada verdadero se
vislumbra por parte del gobierno, ninguna estrategia real, ningún hecho
efectivo, nada que apoye al ciudadano común, que le asegure protección, una
migaja de seguridad y dignidad. A veces, pantomimas. De cuando en cuando, un
poco de bulla, de alharaca, de apretones de manos y palabreos sobre proyectos
que no pasan de proyectos. Sangre y nada.
Releíamos en estos días algunos
textos de la llamada “poesía social” escrita en nuestro país. Textos de Antonio
Arráiz, Jacinto Fombona Pachano, Miguel Otero Silva, Pablo Rojas Guardia o
Carlos Augusto León. Textos, pues, de la gente de las generaciones del 18 y del
28. Y de la gente de Sardio, Tabla redonda y El techo de la ballena.
Testimonios críticos, feroces, dolorosos ante la muerte violenta de un
compañero de generación, por ejemplo. Textos de otras “décadas violentas.”
Textos sobre los amigos y familiares asesinados durante el régimen gomecista.
Sobre los amigos y familiares asesinados durante el perezjimenismo. Sobre los
amigos y familiares asesinados en la guerrilla de los años sesenta y setenta. Y
así… Textos que, por la forma en que estaban escritos, por lo que en ellos se
articulaba, parecían tener quien los oyera, parecían tener interlocutores y,
así, sentido. Textos que parecieran tener la certeza de un oído, de que a
alguien incomodarán, de que el reclamo será escuchado y la indignación
mínimamente reparada, que serán tomadas algunas acciones para evitar que se
repita la desgracia. Textos que inquietarán y agitarán al Estado.
Hoy no sólo el motivo de la queja
o el reclamo es larga y hondamente más grave. Hoy también hemos perdido un oído
posible, atención, solidaridad, acciones. Estas líneas irán –como tantas otras
quejas, tantos otros gritos desesperados de tanta otra gente– a ninguna parte.
Y la violencia criminal nos seguirá devorando. Porque textos de este tipo se
han convertido en nada. En la costura de una serie de lugares comunes. La
violencia es nuestro lugar común. Hablar de la violencia es palabreo, balbuceo
en el aire. Palabra que pasa, que vuela y se va. Es el problema con los lugares
comunes: pierden el sentido, no llegan, son nada.
Una tristeza enorme, este país.
Una verdadera tristeza. Aunque nos aseguren que ya algunos de los asesinos de
Guido y su madre han sido detenidos, Guido y su madre igual ya no están. Y
deberían estar. Y no están. Tristeza, vergüenza, impotencia. Lugares comunes
que son verdades.
Guido Méndez no será olvidado. Su
memoria permanecerá con nosotros. Su partida trágica, absurda, innecesaria, y
los hechos sangrientos, una vez más, ante los que el gobierno venezolano nada
hace, quedarán como una marca perpetua de vergüenza entre nosotros. Y todos,
toda la vida que nos queda, tendremos que lidiar con eso.